Este cuento lo he extraído de una revista semanal que he desempolvado en la Biblioteca Nacional llamada La Ilustración Artística, número 82. Esta revista existió en el período 1883 a 1898.

Su autor, Pedro Madrazo y Kuntz (1816-1898) fue un pintor, escritor, jurista, traductor, académico, periodista y crítico de arte español. (Casi ná) Miembro de una ilustre familia de artistas fue hijo del pintor neoclásico, José de Madrazo y Agudo e Isabel Kuntz Valentini, hija del pintor de la Silesia polaca, Tadeusz Kuntz. Hermano de los pintores Federico de Madrazo y Luis de Madrazo.

EL DUENDE ENAMORADO

Nos hallábamos en la villa de Arjona, en una casa vieja y desmantelada de nuestro amigo R.- Era una noche del mes de noviembre de 1873, fría y lluviosa, y estábamos junto al fuego sin saber en qué entretenernos. Zumbaba el viento y nos mandaba por el cañón de la chimenea como un quejido lastimero.

–Estamos en el mes de las ánimas, dijo F. Alguna de ellas viene a pedirnos hospitalidad y colándosenos por el tejado nos cuenta alguna triste historia en lenguaje que no entendemos.

–Lo dices en broma, observó R, y sin embargo no sería del todo imposible que alguna alma, del cielo o del infierno, o acaso del purgatorio, traída por el aire cuyo zumbido oímos, estuviera ahora en este escondrijo solicitando algo que para nosotros es misterio- No sabemos de qué facultades están dotadas en el otro mundo las almas de los justos y de los réprobos; hay quien supone, y paréceme que en esto nada hay que se oponga al dogma, que Dios permite a veces a las unas y a las otras visitar la tierra, vagar, digámoslo así, por los lugares que habitaron durante su existencia mortal, y aún mantener cierto comercio con los vivos…

–Explícate, porque me parece que vas a desbarrar, interrumpí yo, sonriendo ante la seriedad que iba tomando el semblante de R.

–Pues prosigo, continuó él formalmente, mientras F y yo tomábamos en nuestras butacas una postura cómoda para escucharle, reservándonos el derecho de quedarnos dormidos cuando la exposición de su doctrina empezase a cansarnos. – Iba diciendo, amigos míos, que el comercio de las almas de los difuntos con los vivos es cosa que ningún cristiano, medianamente instruido en los misterios de su fe, pone en duda. Respecto del trato que por nuestra desgracia podemos mantener con los réprobos, harto nos lo atestigua la Iglesia en el mero hecho de tener sus exorcistas, En cuanto a la comunicación con los espíritus bienaventurados, claramente nos la revelan las vidas de muchos santos. Privilegio éste que Dios concede a algunos de sus siervos; perdición aquél en que el mismo Dios precipita a muchos malvados, uno y otro comercio existe, y el que lo niegue, niega la historia y la experiencia cotidiana. Ahora, que las almas que en la otra vida se hallan purgando el reato de sus culpas después de perdonadas en la tierra, obtengan también a veces el permiso de Dios para venir a nuestro mundo, no se demuestra tan claramente; pero presunción es de no pocos hombres piadosos y doctos, conformes con la creencia general y vulgar, que a las ánimas del purgatorio otorga la clemencia divina en ciertas ocasiones licencia para venir a solicitar de los vivientes los sufragios que han menester para acabar de extinguir su pena y que se les abran las puertas del cielo.

–En lo que llevas dicho hasta ahora, podemos estar de acuerdo como buenos católicos; lo difícil será que nos pruebes que las ánimas, espíritus o almas, –que todo es lo mismo, –ya del purgatorio, ya del infierno, vienen a nosotros, cuando Dios lo permite, gimiendo como el vapor que se escapa de la caldera, o zumbando como el viento que penetra por las guardillas, o bramando como el huracán, o arrastrando cadenas, o golpeando los techos y los tabiques, en suma, asustando a los vivos en la forma y manera que  se supone lo hacen los duendes.

–El cuerpo material que se informe el alma al aparecerse en la tierra, ora para castigo de los malos, ora para implorar sufragios de los buenos, será el que se quiera. Claro es que el miedo natural a los aparecidos desfigura y abulta la forma corpórea en que se nos presentan, o la voz con que los oímos; pero que toman forma o sonido, es indudable, porque como seres puramente espirituales no podrían comunicarse con nosotros. El vulgo cree en los duendes, y el no vulgo en los espíritus: lo mismo es lo uno que lo otro. La única diferencia está, a mi ver, en que los espíritus son evocados, y los duendes se nos cuelan espontáneamente como Pedro por su casa sin que nadie los llame. Pero unos y otros se nos manifiestan de una manera verdaderamente sensible, es decir, por medio de los sentidos, ya por el oído, ya por la vista. La famosa pitonisa de Endor evocó ante Saúl el ánima de Samuel, y éste se apareció a aquel rey como ominosa sombra. Las modernas pitonisas –verbigracia las hermanas Brown de los Estados Unidos—evocaban los espíritus de los difuntos haciéndoles manifestarse con golpes dados en las paredes y hablando con la misma voz que sus cuerpos tuvieron en vida. Nuestra Iglesia reprueba tales evocaciones y las tiene por arte diabólica. Si queréis leer lo que acerca de esto escribió no ha muchos años en una de las más acreditadas revistas europeas, –en la Civiltá Cattolica, — un sabio teólogo, refiriendo una terrible sesión de espiritismo habida en casa de aquellas médiums ante un joven francés instruido y piadoso, diputado por el celoso Obispo católico de Nueva York para que le enterase de lo que allí ocurría, os convenceríais de que no anda descaminada la divina maestra y directora de nuestras conciencias.

Mas no tratemos de ahondar en esto: dejemos que unos se rían del espiritismo y que otros lo proclamen como la teología del siglo XIX; siga cada cual su sentir, mientras sea sin merma de la santa fe cristiana; y para que no os fastidie por más tiempo esta materia, tratada macarrónicamente por los que no somos doctores, voy a leeros una curiosa historia que con ella se relaciona, y que por ser narración verídica escrita del propio puño de mi buen padre, que Dios tenga en su gloria, conservo entre mis papeles. Ella nos hará pasar entretenidos el resto de la noche mientras el ánima en pena que gime en este ahumado escondrijo se entera también del suceso ocurrido…

–Por si le conviene ilustrarlo con notas, interrumpió F con risa burlona.

Llamó R a su criado: le pidió el habitual refresco: trájonos copas y una botella de manzanilla; y después de brindar los tres en sufragio del alma enchufada en nuestra chimenea, tomó nuestro amigo un legajo que tenía guardado en un escritorio de nogal, vino con él majestuosamente a ocupar un velador en que ardía un quinqué de forma primitiva, desató los papeles, sacó de entre cincuenta o ciento de varias formas y tintas, un cuaderno amarillento cosido con seda encarnada, ya descolorida, y comenzó con grave entonación su lectura, que decía así:

(Esta casa no existe ni ha existido en ninguna parte del mundo, así que no intentéis devanaros los sesos. Hecha con IA)

“Vivía en Arjona, donde poseo la misma casa en que ella murió, una señora joven, hermosa y honesta, sin padre ni madre, y abundada en bienes de fortuna, la cual tenía un hermano, D. Alonso de Angulo, de perversa índole, que envidioso de que sus padres, siendo él el mayorazgo, la hubieran dejado por heredera de sus bienes libres mejorándola en tercio y quinto, juró para sí no dejarla casar y matarla antes de que pensara ella en hacer testamento, para heredarla. Un joven llamado D. Luis Contreras, que seguía la carrera de la Iglesia, alma cándida y afectuosa, acertó a verla en una romería; prendóse de ella, cambió de vocación, dio de mano a sus estudios, y comenzó a galantearla rondándole la casa. No le correspondió doña Lucinda, –que tal era el nombre de la rica doncella;– pero más por curiosidad que por otra cosa, se asomó alguna vez al balcón cuando D. Luis paseaba su calle; y una hermosa noche de luna, sorprendida en aquella acción por su hermano, montó éste en cólera afectando celo por el decoro de su sangre y arremetió al amante con el acero desenvainado: el acometido sacó su espada para defenderse: riñeron, llevando el agresor a su contrario a buena distancia de la casa de la hermana, y con tan mala suerte para el amartelado doncel, que recibiendo una estocada, cayó en tierra, atravesado el corazón sin proferir un ay. El matador le dejó tendido en el arroyo y escurrió el bulto. Como el lance había pasado sin testigos, nadie pudo declarar acerca de él: doña Lucinda tuvo buen cuidado de callarlo; su hermano D. Alonso, al día siguiente, paseó la ciudad sin aparentar temor alguno y como muy ajeno a lo sucedido; el muerto fue enterrado; la justicia se cansó de practicar estériles averiguaciones, y la cosa quedó en tal estado.

“Pero el ánima de D. Luis se apareció a Lucinda en forma corpórea, obteniendo de Dios permiso para expiar sus pecados junto a la mujer que había sido causa de su prematura muerte.—Al día siguiente de la catástrofe, al salir la luna, presentóse a ella en la sombra que proyectaban los arrayanes de su jardín, informando un cuerpo como densa neblina, con humanas facciones y proporciones. Lanzó un grito Lucinda, y llena de estupor retrocedió hacia el lado opuesto del jardín; pero medio aterrada y medio atraída por un irresistible imán, se detuvo en su carrera: llegóse a ella el aparecido, deslizándose por entre el ramaje suave y blandamente; al percibir la doncella el ambiente glacial que le envolvía, perdió el sentido y cayó en tierra; él la alzó en sus brazos, que la ceñían como si fueran de gasa o pluma: depositóla tranquilamente en un banco de césped, y cuando volvió en sí, procuró tranquilizarla, descubriéndole quién era y el misterio de su aparición, y cómo se hallaba en el purgatorio. Díjole mil ternezas, la reveló su estado en la otra vida, y que al conseguir de Dios licencia para purgar la pena de sus culpas en el lugar mismo que él había elegido en el mundo para llegar a la suprema dicha del amor terreno, viéndose ya para siempre privado de lograrla, había juntamente alcanzado el ser amparo y defensa de la que tanto había amado. Prometióla que nunca la tocaría, como no fuese para salvarla de algún peligro, y le anunció que a todas horas se hallaría a su lado para frustrar las asechanzas que un hombre malvado, –no le dijo quién, — tramaría contra su vida, aunque ella no le viese sino mu pocas veces mientras no se le aficionase y se acostumbrase a su trato.

“Lo que pasó por Lucinda no se explica humanamente. Ella, indiferente para D. Luis cuando tenía vida y forma física, le empezó a cobrar cariño viéndole en ánima y con aquel mero simulacro de cuerpo tangible. ¡Rareza de las mujeres!

Entregóse por fin llena de pasión al trato de aquel ser fantástico: todas las noches bajaba al jardín para recrearse con él en dulces coloquios, y casi sospecho que le pesó más de una vez, cuando estaba embebecida oyendo sus amores, no hallarse en algún peligro para que el duende la tomara en sus brazos. Con frecuencia ya, durante el día, se le presentaba en los corredores, en las piezas deshabitadas, en los desvanes y en las mesetas de las escaleras, pues como aquella casa era muy grande, sobraban en ella parajes solitarios, ocultos a la escudriñadora curiosidad de los sirvientes.

“Llegó la Semana Santa y el cumplimiento de la Iglesia, y doña Lucinda concibió escrúpulos de aquel comercio secreto, que, aunque casto e inocente, le parecía un tanto preternatural y ajeno de la vida cristiana de una huérfana bien nacida. Descubrió el caso a su confesor, y éste le prohibió severamente continuar en aquel trato peligroso para su alma. ¡Pero tenía su duende tanto atractivo! ¡la decía cosas tan halagüeñas!… Para cautivarla más, siempre sus discursos iban sazonados de santas aspiraciones al bien supremo e infinito, siempre al hablarla de su amor la arrebataba con elocuentes vuelos de mística embelesadora a la contemplación de las inefables dulzuras que Dios otorga a sus elegidos en el paraíso. Los cuadros que ante ella ponía del esplendor, majestad y belleza de los tipos celestiales, de Dios Padre, de Jesucristo, de la Virgen y de los coros de los ángeles y arcángeles, producían en ella un arrobamiento dichoso, durante el cual, mezclando  afectos santos con materiales instintos, se contemplaba sublimada hasta el trono del Eterno en los amantes brazos de su querido espíritu, que la circundaba toda de perfumada neblina, como a la doncella griega de la fábula la nube del dios transformado a quien acogía en su blando regazo. Estos goces, entre místicos y profanos, como originados del trato con un espíritu manchado de terrena escoria no aún perdida en el crisol del purgatorio, la encadenaron de tal suerte, que dejó trascurrir años enteros sin volver a tomar consejo de su confesor: porque cada vez que, reconviniéndose a sí misma de su torpe debilidad, se proponía seguir las juiciosas amonestaciones de aquel y romper todo vínculo con el amado duende, éste, que no se separaba de ella un punto y leía en su semblante sus propósitos, daba tales suspiros, la dirigía tan sentidas y seductoras quejas, la asediaba tan dulcemente, que por fin la hacía desistir.

“Entre tanto, D. Alonso de Angulo, firmemente resuelto a poner por obra su designio fratricida, se había presentado repetidas veces en la puerta de la vivienda de su hermana para consumarlo; pero siempre había tenido que retroceder ante el alboroto que al aproximarse él movía el duende en la casa, sólo comparable con el ruido que hubieran podido hacer cien hombres de armas introducidos en ella.

“Ocurrió en esto que un famoso padre dominico, a quien apellidaban segundo apóstol de Andalucía, comparándole con el venerable maestro Juan de Ávila por el extraordinario fruto que recogía en sus predicaciones, bajó a la provincia de Jaén a celebrar unas misiones, y  en una de sus santas correrías llegó a la villa de Arjona. La fama de sus virtudes y de su maravillosa elocuencia llevó a oírle toda la gente granada de la población, y a Lucinda con ella, que se presentó en la iglesia acompañada de su dueña; y tal efecto produjo su inspirada palabra en el corazón de la noble doncella, que iluminada y convertida repentinamente, se determinó a no volver a su casa sino para mudar en seguida de vida y de vivienda y olvidar del todo el dulce engaño en que había estado malamente entretenida.

“!Feliz y desdichada a un mismo tiempo!—Al dar las órdenes de abandonar aquella casa, le dirigió el duende palabras de amorosa pesadumbre, y reconvenciones capaces de quebrantar la más dura peña. Con voz entrecortada por amargos sollozos y suspiros, la rogó por todos los santos del cielo que no abandonase su antigua morada, porque si lo hacía, la iba a suceder un gran trabajo. Ella le desoyó con heroica fortaleza de ánimo: ejecutó su propósito; y no bien puso el pie en su nueva casa, el desatentado hermano, que no encontró en su umbral el tropiezo insuperable que en la antigua le había detenido, espiando la oportunidad, penetró una noche en el aposento de Lucinda, descolgándose por una chimenea, en ocasión de hallarse enteramente sola; la dio de puñaladas, y evadiéndose por donde había entrado, la dejó bañada en su sangre en medio de la estancia, sin que quedase allí huella de su persona. –El poder del duende no alcanzaba a defenderla fuera de su antigua morada.

“Cuando se divulgó por la villa el asesinato, D. Alonso hizo grandes demostraciones de tristeza; requirió a la justicia para que averiguase con todo empeño y celeridad quién había sido el matador de su hermana, y ofreció recompensar con grandes sumas al que lo descubriese. Hiciéronse toda clase de diligencias, no se pudo dar con la pista del malhechor, disimulando Dios por entonces el abominable crimen, y reservándose el castigo para fulminarlo en su día.

“Sucedía esto allá por los años 1702, cuando la majestad del rey D. Felipe V recuperaba los estados de Nápoles y del Milanesado con el esfuerzo de su brazo. Dl Alonso de Angulo, heredado en los cuantiosos bienes de su infeliz hermana, fastidiado de la vida ociosa de su pueblo, se alistó para servir a su rey en la guerra de Italia, manteniendo a sus expensas una compañía de caballos; y antes de partir, en la previsión de cualquier caso adverso de la instable fortuna, quiso otorgar testamento y lo hizo en favor de un compañero de armas a quien debía la más desinteresada y leal amistad, y los más sanos consejos en su turbulenta vida. Este compañero suyo, llamado D. Diego de Zirate, era tío de mi abuelo. D. Alonso murió desastradamente a orillas del Pó, en el campo que lleva el nombre de la victoria, arrastrado por su caballo y despedazado por él en su furiosa carrera por entre las piedras y matorrales: su amigo D. Diego, llamado a recoger su herencia, volvió a Andalucía y murió santamente retirándose en sus postreros años a considerar los desengaños del mundo y hacer vida de ermitaño penitente en la sierra de Córdoba. Dejó todos sus bienes a los hospitales, y a mi abuelo unos olivares en Arjonilla y Montoro, y en Arjona esta casa que yo habito…”

–Es decir, añadió R dejando el papel sobre el velador, esta casa donde ahora nos encontramos. Esta fue la vivienda última de la desgraciada Lucinda.

–¡Calla! interrumpió F, ¿con que aquí fue donde ella murió asesinada?

–Y en esta propia estancia, respondió R muy tranquilo. Inquieto F, dejó la butaca y se acercó a la ventana: el cielo se había despejado y derramaba la luna una hermosa claridad: había cesado el aire, la noche estaba serena, aunque fría; no se movía una rama.

–¿Cómo es, preguntó un poco alarmado, que estando ya la noche tan en calma, en esta maldita chimenea continúa soplando tan fuerte el viento, y mandándonos estos lúgubres gemidos?

–Vosotros que os reís de los duendes y de las ánimas aparecidas, me lo diréis, respondió con sorna R.

Volvió éste a tomar el papel, iba a proseguir su lectura, pero bajó de repente de la chimenea una violenta ráfaga, acompañada de un lamento prolongado y desgarrador; volcóse la lámpara, quedó la pieza a oscuras, y a impulso de un viento glacial, vertiginoso como tromba y ronco como el huracán, dimos los tres en tierra, medio perdido el sentido por el golpe y el estupor.

Por aquella misma chimenea había bajado el fratricida a asesinar a la malhadada Lucinda hacía ciento setenta años. –Las ánimas de los réprobos pueden también tener su infierno en los lugares donde cometieron en vida sus horrendos pecados.

PEDRO DE MADRAZO